sábado, 5 de octubre de 2013

Ojos que no ven, corazón que no entiende

Por qué otra cosa sino por nosotros es que Azcárraga Jean cree que es una buena idea recoger de varios botes de basura extranjeros a una conductora-rescatista-abogada-periodista-actriz con el sufijo pseduo en cada uno de los atributivos. Por qué otra cosa sino porque más de 50 millones de mexicanos dejan el corazón y las lágrimas en los casos de ciencia ficción de bajo presupuesto y drama de hueva, que transmite nuestra gloriosa cadena de televisión, junto con otros programas que engordan de nosotros.

No me gusta hablar de cosas que no merecen la pena. Pero la pena ha sido tan grande que ahora me gustaría hablar de ella y no de las cosas. Es una condición tan vieja aquella que se apasiona, se enhila en quienes nos llevan al sopor. Se burlan de nuestra indulgencia y nuestra poca disposición a darle la vuelta a la portada y ver qué dice todo el libro. Y cómo nos embobamos hacia personas o situaciones que en realidad no tienen valor alguno sino el que nosotros le otorgamos.

Quién sería esa esquelética, gritona y expatriada sin los cientos de personas que le aplauden y la tienen como una heroína. Es cierto, que tiene mucho que ver la educación y la condición social de su público, pero ¿habrá mucha diferencia en los demás estratos sociales?

En mi escuela nos visitó una figura española muy importante (no diré su nombre porque no es el punto), manejaba varias firmas de moda como Dior, Chanel, Louis Vouttion y otros nombres impronunciables. Vestido con un traje más caro que todo el audiovisual, nos platicó que la maletita que dejó en una esquina del salón, había costado al menos el sacrifico de 100 vacas (98 de las cuales nunca se usaron), y varios tratamientos especiales como si de un recién nacido se tratase.

Su discurso era que vendía sueños. Algunos se hundían en sus sillas, otros con los ojos hinchados sobre los zapatos del susodicho, admirados de su increíble ¿elegancia? ¿poder? ¿desfachatez? ¿sinceridad al decirnos que todo lo que vemos está construido de tal forma que babeemos al verlo, que nada es real? Luego la sala se llenó de voces ennegrecidas por la inviabilidad de adquirir lo necesario para estar feliz, y cuando el catrín se atrevió a preguntar si los millones de dólares que se gastan en las pasarelas de moda y la publicidad de las marcas valían la pena, se oyeron tantos “sí” cargados de convicción, de raíces anhelantes, de bocas que piden caviar, de vocales tristes, de resignación.

¿Quién sería ese hombre bien parecido sin toda la carga cultural de lo que pregona, sin la exclusividad de sus pantalones, sin su rótulo importante?
Entonces volvemos a estar sentados en la cueva, a ver las sombras proyectadas en las paredes de roca, mientras afuera de ella está lo que de verdad es y desconocemos. Como dice Henri Barbusse: “Las sombras no existen, sólo es la luz que no ves”.



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