Ebrahim Noroozi, Ganador del World Press Photo 2013 |
Por el otro, están los críticos hacia su modo de vida, tan cercano a las desgracias y con poca disposición para ayudar. Sin embargo, es él quien se acerca a los conflictos, quien se codea con las balas, quien ha tomado la decisión de abandonar la vida de comodidades y seguridad en la que se encuentran los que críticos de su supuesto desentendimiento social.
Joao Silva- Rooke Gallery |
movimientos técnicos a una velocidad inmediata, encima deben de tragarse la compasión y desarrollar un aislamiento emocional para poder conseguir una buena foto y tener un pedazo de documentación histórica que le valga la sangre frente a sus ojos, su alma en peligro y satisfacer la necesidad de decir con imágenes lo que se está viviendo, lo que la gente preferiría ignorar.
Esto mismo hace a los fotógrafos dudar de su humanidad, a pesar de estar conscientes de por qué lo hacen. ¿Cuál es el precio de las fotografías? El club de Ban Bang, por ejemplo, cuatro jóvenes que fotografiaron la violencia del régimen del apartheid, estuvieron en uno de los momentos más históricos y documentaron la realidad de una guerra racial. Silvao Joao perdió a amigos y en otra batalla perdió ambas piernas al pisar una mina, Kevin Carter obtuvo una vida insatisfecha hasta el suicidio precedido al asedio quienes lo satanizaban por el material que le mereció un Púlitzer, Marinovich cuatro disparos lo hicieron afortunado, y para otros como Oosterbroek, amigo de todos ellos, la vida puede ser el mismo precio.
Bang Bang Club- Fotografía tomada de la red |
Marinovich cuenta que tuvo que “negociar” con los agresores para tomar una foto con la que también consiguió un Pulitzer. Les prometió que dejaría de tomar las fotos cuando ellos terminaran de matarlo. Silvia dice que cubrir la violencia en Sudáfrica a principios de los noventa parecía un ciclo interminable: “despierto antes del amanecer, para documentar con la primera luz del día la violencia de la noche, esquivando balas y gas lacrimógeno, regresando apresuradamente para archivar las fotografías, luego volviendo para aprovechar la luz del atardecer, archivando más fotografías y pasando noches de lamento con alcohol y drogas, y levantándose antes del amanecer para empezar nuevamente” (Cohen, CNN México,2011).
Los fotoperiodistas se quedan con el olor a muerto en un campo perforado, con los nombres de las víctimas, con los gritos de parientes, con el llanto, con más tristeza de la que el lente pudo abarcar, con la historia detrás de la situación congelada.
Periodistas y fotógrafos corresponsales de guerra se asquean de la vida banal que llevan los
que viven lejos del desconsuelo en situaciones pesarosas, quizá les moleste hablar de cortinas, de
colegiaturas, del nuevo avance cuando han visto cosas con las que se ganan premios o reconocimientos. Pero nadie les quita los ojos que parecen reproducir desgracias, las ojeras que cuentan cómo un niño abrió los brazos y se dejó caer en el cuerpo mosqueado de su madre.
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