Dogma de lo impuro en la lepra
La novela epistolar Un año en el hospital de San Lázaro versa sobre un joven llamado Antonio que es víctima de una enfermedad que al principio reconocen como mal gálico. Entiendo que era una afección sexual que finalmente catalogaron como lepra, lo cual hizo que lo enviaran al hospital de San Lázaro.
El siguiente ensayo se desarrollara en base a la influencia religiosa dentro de la novela y con referencias a esta época. Por lo que abordaré cuatro puntos que considero de mucha importancia para darnos una idea del papel de la religión antes, durante y después de la enfermedad lazarina. Estos son: El doble rol de la iglesia de manera paradójica, tanto como condenador de la dolencia, como sanador espiritual y físico del enfermo; La vinculación de la lepra con la promiscuidad y su reprobación pecaminosa; La resignación como lugar común para los enfermos como una especie de felicidad; Y la búsqueda del remordimiento para la sanación salvación.
Finalmente se harán reflexiones sobre la concepción del cristianismo y el engrandecimiento de las personas que la profesan por ser fuerte influencia en el enfermo protagonista.
Uno de los requisitos para que el enfermo lazarino fuera considerado tal era la resolución hecha por un cura. Dentro de la novela existen varios diálogos en los que se muestra claramente al sacerdote y al doctor de forma horizontal, como si ambos sabios tuvieran el mismo conocimiento y el mismo derecho a sugerir y tratar la lepra.
En una parte del libro, Melchor le escribe a Manuel diciéndole: “El cura V… tiene un ojo penetrante y un tacto delicadísimo para conocer y codificar las enfermedades más graves e intensas”. Lo que me llama la atención de este punto además del ideal de sacerdote y la confianza para acudir a él a la par que al médico, es que la iglesia está singularmente pendiente de este tipo de enfermedades mortales y todas ellas son vistas como penitencias dictadas por el propio Creador. Otro párrafo menciona la actitud de “indiferencia estoica” de un sacerdote que se dedica a los “misterios de la pobre humanidad” como si fuera un vigilante de las expresiones de castigo simbólico en los enfermos e infelices.
Pero contrario a lo que podría deducirse, ellos no son vistos por la sociedad como quienes persiguen pecadores y de alguna forma regulan el castigo divino, sino como agentes dispuestos a ayudar para sobrellevar un castigo merecido, exentos de toda culpa y animados a la idea de que estas personas superiores podrán sanar “la llaga del corazón”.
Incluso Antonio en sus cartas demuestra el inmenso agradecimiento al apoyo que un cura le da dentro del hospital para su sanación interna, importantísima como la salvación física, pero más apreciada por ser más alcanzable: una vez condenados sus cuerpos, sólo les queda salvar a sus almas, y en ello se empeñan.
“Dios mío: ¡qué fuera de una infeliz criatura, de un pobre leproso, atribulado, afligido, oprimido de dolor y de angustia, si no tuviese la seguridad de otra vida, y en ella fijase toda su esperanza!”.
En un principio Antonio cuenta cómo se enfermó de mal gálico a través de una cubana que le presentó un conocido que después es descrito como un libertino, sin embargo, no se apoya del engaño al que fue sometido para aliviar su culpa. Él mismo se auto condena y se avergüenza de sus actos, descubierto por médicos y sacerdotes. En ese tiempo, era muy común la creencia que la lepra se contagiaba por contacto sexual, lo que intensificaba la mala percepción de quienes sufrían este mal.
Hay una parte en el libro que llamó especialmente mi atención, ésta es cuando Antonio explica a su amigo Manuel cómo es la vida en el hospital y condena el matrimonio que existe entre dos lazarinas y dos lazarinos “¡¡Qué cosa tan horrible!!”, escribe.
También, algo muy importante es la resignación a la que llaman repetidamente “la felicidad” del lazarino. Al principio, podemos observar la desesperación y el reproche de Antonio para con su enfermedad. “¿Tan grande ha sido mi culpa, que me condenas a un castigo tan atroz, tan odioso, tan insoportable?”, pero unas líneas después se arrepiente “Los que obran con iniquidad y siembran dolores, y siegan, perecieron al soplo de Dios y fueron consumidos por el viento de su ira”. Y posteriormente dice: “Debo pagar mis culpas. ¿por qué no he de conformarme con mi actual estado?”. Al resignarse, su amargura disminuía.
Esta actitud era trabajada socialmente, inculcada por médicos, conocidos y sacerdotes. La disposición de Antonio posteriormente a estas reflexiones cambia a un estado de serenidad, como si acatara una ley que condenara un crimen del que se arrepiente y responde con responsabilidad. Y agradece, además a quien lo condena porque es su apoyo. “Mi fortaleza se la debo a la Divina Providencia”, dice.
Otra parte de la salvación radica en el remordimiento. En una de las cartas Antonio reconoce al hospital “no únicamente como el domicilio del dolor y la miseria, sino también el de los remordimientos”. El doctor que lo visita con frecuencia lo convence de que el hombre después de un crimen, experimenta una sensación de remordimiento que lo ayuda a alcanzar el perdón de Dios, al pasar por la meditación.
“…si un remordimiento, por más vehemente que sea, llega a apoderarse de un criminal, el mayor empeño de éste debe consistir en borrar su crimen, o por resignación filosófica, y la resignación se parece tanto a la felicidad”.
Sin embargo, en la misma plática, Antonio reprochaba que el dolor del remordimiento no fuera sólo el castigo, sino también la desgracia de ver su cuerpo afectado por el crimen. Consideraba injusto, la doble mortificación.
Pero el doctor, le remitió que no estaba bien expresarse así si profesaba “una religión tan sublime, tan bella y tan consoladora, como el cristianismo”. Le ofrece estudiar la moral divina porque asegura que ahí se encuentra su salvación espiritual, su felicidad.
Y no sólo debían aceptarlo, sino que no tenían derecho a quejarse por recibir algo que merecían. De hecho el doctor Frutos habla de una especie de repartición de miseria en el que a todo el mundo le toca una parte de sufrimiento, y Antonio no debía reprochar aquella que le había tocado, sino aceptarlo y agradecer que no le haya tocado algo peor. Y al parecer aquello peor, era estar sano sin merecerlo, eso sí era un verdadero crimen.
Antonio agradecía al cristianismo la concepción y la bienvenida de su enfermedad, agradecía al cristianismo porque éste le había otorgado la compañía purificadora de personas tan empáticas y misericordiosas que lo ayudaban a aceptar su enfermedad, a no huir de su condena, sino a abrir los brazos y recibirla, aceptarla, aprender a vivir con ella, saberse merecedor de un castigo y refugiándose en la continua depuración de su “crimen”.
En la carta IX a Manuel, Antonio expresa su animadversión hacia el fatalismo. Esto me parece revelador porque creo que en este punto, comienza a exponer sus deficiencias en encontrar una razón a todo lo que existe. Mas no se dobla del todo, pues acepta antes que nada que las dudas que le surgen en cuanto a su religión, se ven completamente disipadas por el doctor o el sacerdote cuando le argumenta y de alguna forma mantiene su juicio intacto pues refuerza sus creencias cristianas cuando él comienza a dudar.
“Mi enfermedad misma parece ceder a los consuelos religiosos; y en el propio instante en que me hallo en los bordes de un precipicio, que veo abierto ante mis ojos y próximo a tragarme, un rayo de luz ilumina la escena, guía mis pasos, y encuentro la senda perdida”.
Creo que el párrafo anterior resume bien la plataforma de ayuda que construye la religión no sólo para condenar a los enfermos, sino para llevarlos a un estado de resignación y conciencia para otorgarles la esperanza, cuando ya todo está perdido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario