MÉRIDA, Yucatán, México. 9
de septiembre de 2013. Katia Rejón Márquez “De alguna manera todos vendemos nuestro
cuerpo”, contesta una chica a otra que le había dicho que vendería su
cuerpo para pagar algo que no recuerdo.
Pláticas de autobús, tres segundos de filosofía espontánea.
Voy pensando en eso mientras camino por las calles de un
centro asoleado, lleno de caras goteando, van llevando sus cuerpos obligados a
caminar, a correr. Paseaba buscando una calle en específico, quizá la 63. Como
siempre, suelo evitar el roce de cuerpos sudorosos aunque casi nunca me
funciona.
Veo a un hombre a cuadros mirar el umbral de la tienda de
novedades que está junto a mí. Nos encontramos de frente pero sus ojos parecen
irse de lado y yo queriendo conservar el equilibrio visual decido que voltearé
al mismo lado. Viendo su cara sorprendida, sus labios entreabiertos, su
respiración pasmosa, no puedo más que advertir que descubrió un cuerpo.
La miramos: debe tener menos de 19 años, se mueve al ritmo
de la música, aunque quise ignorar la canción de letra lamentable, ahora le doy
cuerda al oído y todo se vuelve un vídeo musical de bajo presupuesto. Nos
encontramos con una chica de cabello "rojo", pequeña, con una blusa
naranja y unos pantalones de color, parece una llamita, un arbolito
incendiándose, baila con movimientos extraños, catalogados de mal gusto:
perrea. En la puerta de su trabajo. Le pagan por perrear en la puerta de su
trabajo. Atrae gente, dicen. ¿Gente? ¿Hombres de a cuadros, gordos y bigotones
que se detienen medio minuto, como metiendo mano, con terror a quemarse con esa
llamita? Clientes para que compren qué. Yo, anonadada frente a los dos.
Ingenua de mí, creo que se detendrá al sentir sus ojos
bailándole todo el cuerpo, baile de ojo con cuerpecito naranja, cabello
naranja, manos naranjas. Pero no, comienza a convulsionar las caderas con más
fuerza, la llama comienza a volverse azul hasta tragarse al hombre. Lo calcina.
Cerdo adobado en medio de la calle. Lumbre roja disuelta. Se peinan despacito,
se despiden. Huelen a jaboncito rosavenus. Me topa el hombro cuando se va.
Brinco porque no hay sudor más indeseable que el de un raboverde saliendo del
placer.
Concluyo que hay muchas formas de vender el cuerpo. Es el
producto más explotado y con más presentaciones. Algunos lo rematamos en la
oficina de algún trabajo que no nos gusta. Saltamos de la plancha al mar,
empujados por la necesidad y la caducidad (no calidad) de vida. En fin, si lo
vamos a vender, al menos que sea en beneficio del mismo, con un contrato de
ganar-ganar y reembolso en caso de enfermedad, infelicidad o mirones embabados.
@Katiaree
No hay comentarios:
Publicar un comentario